jueves, 8 de mayo de 2014

Qué les pasa a los buenos alumnos.

Estamos locos. Palabra de buena alumna. Los buenos alumnos tenemos que hacérnoslo mirar. No tenemos remedio. Pero no es todo culpa nuestra. Nacimos responsables, quizá con demasiada responsabilidad. Nuestros padres nos educaron para no defraudarles, para dar lo más de nosotros, para ser los mejores. Y desgraciadamente, nacimos en un mundo de irresponsables, insensatos y completos desinteresados. Quizá estuviésemos destinados a ser el peso que equilibrase la balanza pero hay demasiado del otro lado. Siendo optimistas, somos solo un tercio de la población mundial. Por tanto, ya nos vale engordar para equilibrar el mundo. Engordar de sabiduría, de educación y de respeto.

Como decía, estamos locos. Pero porque nadie nos ayuda. Estamos solos contra el mundo y el trabajo es mucho. Los mayores, que han acabado responsabilizándose por obligación, no nos ayudan. Nos premian, sí. Nos premian con el trofeo que más pesa: ser el modelo a seguir. No les vale con tener la carga de nacimiento que nos hace sentir culpables por naturaleza por cualquier nimiedad, ni con la educación de fidelidad a los padres. No, quieren que además inspiremos a nuestros compañeros, cosa que, ingenuos de ellos, no ocurre. Simplemente acabamos por ser una deidad para las buenas personas y adorarnos mútuamente, queriendo ser como otro de nosotros.

Presión, presión y más presión. Admitámoslo, no nos vale con un nueve, no nos vale con destacar en clase, queremos éxito, queremos participar en todo aquello que podamos. Se supone que tenemos más oportunidades por el nivel académico, pero también buscamos destacar más allá del papel, en concursos, en música, danza, pintura, etc. Queremos formarnos como personas, queremos tener talento, no solo disciplina. Queremos que cuando hablen de nosotros no solo hablen de los resultados, sino que también digan que somos grandes personas, que somos educados y respetuosos. En fin, que somos lo mejor que podemos y distintos a los demás.

Estamos cansados de pertenecer al genérico, de recibir todas las reprimendas, de pagar justos por pecadores y, lo que es peor, de ser los únicos que nos tomamos en serio esos castigos. De ser los únicos que interiorizamos la lección, los únicos que cuando, sin querer, nos chocamos con una señora mayor por ir con prisa, nos disculpamos y nos prometemos tener más cuidado la próxima vez. Los únicos que, cada vez que conocemos a alguien mayor que nosotros, sufrimos un debate interno sobre si hablar de usted o no.

Nos volvemos locos cuando empezamos a tener uso de razón, irónicamente. Cuando nos damos cuenta de que nuestra existencia es solo un ejemplo. Cuando vemos que nos hemos formado fantásticamente en forma pero que estamos vacíos. Y entonces descubrimos a los compañeros que están llenos, rebosan de saber, son una auténtica caja de sorpresas y que aunque no son tan disciplinados, trabajadores y responsables, son mucho mejores que nosotros.

Pero lo hecho, hecho está y afortunadamente, ni siquiera hemos vivido un cuarto de nuestra vida. Por lo tanto, seguimos trabajando. Trabajando para mantener esa reputación que sabemos que es pura mentira y trabajando por nuestra cuenta. Trabajando por llenarnos, por forjarnos una cultura.

Estamos locos, pero nadie nos ayuda a volver a la racionalidad. Los profesores, padres y conocidos que quieren lo mejor para nosotros, que nos conocen y saben de qué carecemos, son los que más nos perjudican el juicio. Pretenden llenemos las inmensas lagunas, que tengamos éxito, un trabajo, hijos y demás, pero no somos más que niños, Niños locos por coger todo aquello que dos tercios del mundo desecha, pero también niños que ven películas, tocan un instrumento, bailan, hacen deporte, pintan o todo a la vez. Niños que cuando les dan una oportunidad no saben rechazarla. Niños que no saben qué es el estrés, ni llegan a imaginar lo que les viene encima. Niños que llegan tarde a casa y aun tienen muchas cosas que hacer, que sacrifican horas de sueño para hacer lo que más les gusta. Pero también son niños que tienen una familia y que no necesariamente tiene que ser perfecta. Niños que no echan su vida a perder pero que tienen los mismos problemas que cualquier otro.

Niños a los que se les hace cuesta arriba recuperar todos estos años de vacuo trabajo. Niños que no son el alivio eterno del profesor desanimado por los otros dos tercios, pero que aprenden lo que pueden.

Niños al fin y al cabo. Tres niños contra seis, con una vida y unos sentimientos por detrás.

Niños, no robots.

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