lunes, 15 de septiembre de 2014

Primer día de colegio.

Debería decir que estaba nerviosa. Debería decir que apenas durmió la noche anterior. Pero sería todo mentira. Sería mentira intentar disimular el hecho de que hasta que no se había visto en el coche, camino del colegio, no se había puesto nerviosa.

Llegó con 15 minutos de antelación. La que más tarde conocería como su profesora de química, la informó de que hasta las nueve en punto no podría acudir a secretaría para que la acompañasen a su clase. Fantástico. Quince terribles minutos viendo reencuentros tras el verano de sus futuros compañeros en la puerta del colegio. Ideal para los nervios.

Pero, como todo, el tiempo pasó, y cuando se quiso dar cuenta, su tutora tiraba de ella por las escaleras explicándole hasta la composición de los azulejos de las paredes. 
Entró a la clase y se sentó en el primer sitio libre que vio, con el tiempo justo para dejar la mochila y respirar dos veces antes del comienzo del caos. La chica de delante se giró para presentarse, y como si de una coreografía, se tratase toda la clase se puso en fila india para presentarse y darle dos besos. Saludó tantas veces que se quedó atontada por todos esos nombres.

Pero la tutora apareció de repente, corriendo todos a sentarse y guardando silencio. Tras los típicos comentarios y consejos de comienzo de curso, unas indirectas sobre la desolación de la primera línea de mesas hicieron que toda la clase se cambiase de sitio rápidamente, desorientándola de nuevo. 
Hasta que una chica corrió en su auxilio y se sentó a su lado. Agradable personaje que se ocuparía de traducirle y ameanizale las dos horas de charla de la tutora, con cosas tan simples como acercarle disimuladamente una agenda y un boli para que anotase su número de teléfono.

Así que, gracias a Dios, y a Mercedes, las dos horas de ese primer día pasaron volando por encima suyo. Y consiguieron no aterrarla lo suficiente como para madrugar al día siguiente e ir a jornada completa.

Patricia Pérez Mena.

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