martes, 8 de abril de 2014

Ensayo sobre el gusto musical.

ATENCIÓN: El siguiente texto puede producir efectos secundarios sobre la salud del lector tales como odio, ira y necesidad de violencia. La autora no se responsabiliza del parte médico ni de los daños colaterales.

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Allá por el esplendor del Romanticismo, un simple ciudadano no tenía mucho donde escoger. Quizá le gustase más el ambientador Wagner o la belleza de Chopin. Realmente, un simple ciudadano apenas podía costearse una entrada a un concierto y, si podía, tenía que ser un real amante de la música para ir por gusto y no por moda. Eso sí, fuese a lo que fuese no sería una tarde en vano.

Hoy en día que podemos escuchar toda la variedad que queramos, cuando queramos y sin ningún coste en muchos casos, hemos perdido, por irónico que parezca, el disfrute de la música. Ahora que podemos escuchar lo último en música, viajar al pasado y rememorar a Debussy o trasladarnos unos cuantos kilómetros al norte y disfrutar de la música celta. Incluso ahora, que los músicos no son ya un gremio extraordinario y escaso, que tocar un instrumento está al alcance de casi todo el mundo, no sabemos disfrutar de la música.

Echémosle la culpa a algo o a alguien. Muchos dirían que es culpa de la decadencia de la música desde el nacimiento del jazz, con algunas excepciones. Desde entonces la música se ha ido dividiendo y formando derivaciones cada vez más alejadas de las raíces de la música. Se ha perdido la esencia de la música. Se ha perdido en un barullo de guitarras eléctricas a todo volumen. Se ha perdido en la electricidad misma. La música que era un canto a la naturaleza, utilizando la naturaleza misma, se ha degenerado en una confusa tormenta de sonidos artificiales. Se ha intentado justificar que la expresión que antes mostraba un violín se ha transformado en letras. ¡Poesía! Eso es poesía acompañada de sonidos que siguen un ritmo y una armonía si el grupo en cuestión conoce algo de ese campo.

Pero principalmente se ha perdido en la forma de escucharla. No sabemos escuchar música. Podemos echarle otra vez la culpa a la electricidad, pero sin ella quizá no escuchásemos más que lo que nuestros instrumentos tocasen si los tuviésemos. Ahora el mundo es del revés que en la época de nuestro simple ciudadano. Ahora no es que esté bien visto ir a un concierto o a la ópera, es que es totalmente fuera de lo común encontrarse a alguien que lo haga. Preferimos escuchar música en nuestros auriculares mientras cruzamos el caos de media ciudad. Quizá para las, que he denominado antes, derivaciones de la música sea un buen soporte ya que nacieron ya artificiales, son hijas no legítimas de la madre música, al igual que nuestro estilo de vida alejado de nuestra raíz natural. Sin embargo, no hay perdón en hacerlo con los grandes músicos. Sería una verdadera vergüenza y gran deshonor para Wagner saber que su obra está ambientando un mundo lleno de ruidos y contaminación, que está encubriendo un feo mundo en vez de ambientar uno bello.

La madre música, que en paz descanse, es aquella que con unos violines puede mostrar la nostalgia y la alegría de un modo que ni el mejor escritor podría. Que con un piano puede conmocionar a todo un público o infundirle esperanzas y alegría de vivir. Que con una orquesta puede acercar el mar hasta el mismo escenario o recrear la más cruda batalla.

Y por ello, como mínimo se merece el silencio exterior y como término medio que llegue a todas las paredes y no se quede en los oídos de unos pocos. Pero la manera de escuchar a los grandes es en directo, tal y como ellos hubieran tocado. Interpretados por personas cualificadas, con verdadera pasión y en ocasiones discípulos de los grandes músicos, es decir, músicos.

Llegando ya al tema central, cabe decir que no se pretende ofender a los intérpretes, compositores y fanáticos de las derivaciones musicales ya que somos todos, sino, llamar la atención sobre la música en su esencia. Es difícil convencer a la totalidad y, especialmente, a los jóvenes pero una vez entrado en el mundo del arte, no hay manera de salir. No es complicado encontrar jóvenes pintores que disfrutan de la música mientras realizan su tarea, incluso algunos que dicen sentirse inspirados por ella. O amantes de la lectura que han identificado determinadas obras maestras con grandes compositores, bailarinas que imaginan enormes coreografías al escuchar a Tchaikovsky. Y sin alejarse tanto de los que no son artistas, una buena banda sonora es la que, junto con una película aceptable, nos hace salir maravillados del cine.

Así pues, son los músicos, los bailarines y los pintores, incluso los escritores y lectores, los que tienen más tendencia a escuchar a la madre música y disfrutarla en distintos grados, siempre respetándola y dándole lo que se merece, arte. Pero estos, como personas corrientes que también son, escuchan las derivaciones y la música del momento. Sin embargo, son estos los que sienten verdadera pasión por la música, los que pueden escuchar la canción más rockera y saltar de ánimo, sentir el mar en los pies con Debussy o descubrir un grupo desconocido y llegar a amarlos por su originalidad.

Porque el gusto cuanto más amplio es, más abierta hace a la persona y, con ello, más pasional. No conocemos realmente nuestro límite pasional. Pero lo que puedo asegurar es que el corazón, por naturaleza, tiende a enamorarse más fácilmente de aquella música que puede comprender. Ésta es aquella que más se acerca a la misma naturaleza de la que procede el corazón, la que más se acerca a la esencia de la música, la que emplea naturaleza en estado puro. Aquella que el simple ciudadano pudo vivir en primera persona, que no solo expresa el amor humano por la naturaleza, sino que la llama.

Preservemos, por ello, la música tal y como la inventamos al inicio de nuestra Historia. Y no olvidemos nunca por qué, para qué y cómo la hicimos para que así las generaciones precedentes puedan disfrutarla alternándola con la evolución de las derivaciones. Para que desarrollen su gusto musical.

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