lunes, 2 de septiembre de 2013

Una pesadilla muy real.

Solo veo blanco. Poco a poco las paredes empiezan a tomar forma a mi alrededor. Parece un pasillo de hospital. No, es demasiado ancho. Una sala de espera. Eso es, una sala de espera de hospital. Pero nadie está esperando. No veo a nadie, ni siquiera hay enfermeras marchando a toda velocidad en sus patucos blancos. Estoy sola. Empiezo a caminar hacia la salida. Conozco este hospital, ya he estado en él pero no recuerdo donde está. Lo importante es salir de este lugar vacío.

Parece que ha sido abandonado desde hace tiempo. Las incómodas sillas de metal están oxidadas. Una cortina a mi derecha está hecha jirones. La aparto y de repente veo a un hombre delante de mí. Está sentado en una silla de ruedas pero no parece necesitarla. Me mira a los ojos, como si me conociera. De hecho... ¡Conozco a ese hombre! No soy capaz de recordar como se llama o como le conocí. Intenta levantarse. Se pone de pie. Empieza a convulsionar. Hago un amago de llevarle a la silla pero la silla rueda hacia atrás.

Me tapo la boca y en mi cara se dibuja una expresión de horror. ¿Por qué no actúo? El hombre sigue convulsionando en el suelo, su cabeza choca con la silla. Empiezo a reconocer al hombre mientras la impotencia me asusta cada vez más. Es alguien cercano, si no, no sentiría este agobio en el pecho. Muy cercano. Seguramente sea de mi familia. ¿Cómo puedo olvidar a alguien de mi familia? ¡¿Cómo no he podido reconocerle?! Pero si es...

Mi madre me mira sentada en la cama. Estoy de vuelta en mi habitación cubierta de sudor y la cara mojada de lágrimas. Mamá me ha preguntado algo pero no lo he oído. Obvio la pregunta y le cuento lo que vi en la sala de espera del hospital. Me consuela y me seca las lágrimas. Apenas tengo diez años y la pesadilla me ha hecho polvo. Parecía tan real que casi podía tocarle... Caigo rendida en un sueño que a la mañana siguiente no recordaré.



No sé que ha pasado en las últimas horas. Solo recuerdo recibir la trágica noticia y salir corriendo de aquel hospital. Ahora vuelvo  a entrar en el mismo hospital. Cuando encuentro a mi familia no me piden explicaciones ni me preguntan dónde he estado, menos mal porque no lo sé ni yo. Salimos lentamente por la puerta principal en silencio y con la cabeza gacha. No puedo evitar mirar a la gente que murmura a nuestro paso adivinando nuestra situación. Me devuelven una mirada de compasión. No quiero esa mirada, no lo acepto.

Llegamos a casa. Mi hermano se encierra en su habitación, mamá se va a la cocina. Yo me quedo mirando el salón. Mejor dicho, me quedo mirando lo vacío que está el salón. No es que no haya estado sola en casa nunca. Hay un silencio que no comprendo, un silencio que me asusta. Me siento en el sofá y cojo un libro cualquiera. Empiezo a leer. Cuando ya he pasado unas cuantas páginas me doy cuenta de que no estoy leyendo. Me he pasado todo el tiempo recordando aquella pesadilla que tuve hace seis años. Por eso no recuerdo qué hice cuando salí corriendo del hospital. Aquel hombre en la silla de ruedas, aquel mismo hombre que echaba de menos.

Fui a la cocina. Mamá limpiaba platos que ya estaban limpios. Tenía la mirada perdida en algún punto del fregadero. Decidí que ya era hora de romper el silencio, ese silencio que había empezado en la sala de hospital en la que entró aquella mujer vestida de blanco con cara seria a decirnos aquellas palabras que no quería oír, que me hicieron salir corriendo. Decidí romper ese horrible silencio. Me quedé en blanco. Las palabras salieron solas sin que yo pudiera pararlas. Dije lo que mamá no quería oír. Dije lo que mi mente quería decir. Todo por aquella pesadilla que recordé, todo por aquel hombre...

-¿Dónde está papá, mami?- Dije, y mamá rompió a llorar.

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